Foto: Xavier Cervera

El que avisa no es trai­dor. Pocos meses antes de que asoma­ra la maldita pande­mia, expresé mi de­seo de jubilarme definitivamen­te de los periódicos, de mis terrazas e ir, en compañía de mi querido Stendhal, a refugiarme, a ser posible, en un pueblo de la costa alicantina, a tomar el sol y jugar al dominó en el casino. Sin la pandemia, mi deseo hace ya un año que sería una realidad, pero, por fin, ha llegado: estas lí­neas, esta terraza, son mi última colaboración en este diario y en cualquier otro diario (para ser exacto, es mi penúltima colabo­ración: el próximo sábado apa­recerá mi último artículo en el suplemento Cultura/s).

¿Por qué ahora, precisamente ahora? Sencillamente, porque me he hecho viejo. A veces tardo media hora en darle un nombre y apellido a aquel compañero de colegio o a aquella famosa actriz italiana que tanto me gustaba de crio. Periodísticamente hablan­do, soy un anacronismo, un per­sonaje ridículo: antes escribía mis artículos en una Olivetti 35; ahora los dicto a Gemma, una joven periodista, que los escribe en mi ordenador, que me es to­talmente extraño. Tengo móvil pero no lo uso y carezco de todo tipo de relación con las redes so­ciales. En mis últimos años de colaboración con La Vanguar­dia, tan solo he pisado la redac­ción en dos ocasiones: para que me hicieran una foto. A decir verdad, tampoco se me había perdido nada en aquella redac­ción, tan distinta y silenciosa de las que conocí en los años sesen­ta y setenta, en que escuchába­mos la emisora de la policía mientras vaciábamos una bote­lla de ron de la Martinica y nos fumábamos un par de habanos, y en la que, en más de una ocasión, picaba mis artículos de madrugada, solo o en compañía de las mujeres de la limpieza.

Yo he envejecido, pero mi Barcelona –una de las fuentes principales de mis artículos–­ cada vez me resulta más irreco­nocible. En París todavía puedo tomarme el aperitivo en el Se­lecto o en el Café de Flore, pero en Barcelona me birlaron el Na­varra y el Samoa, y la Rambla de las floristas (¿?) ha caído en ma­nos de los paquistaníes. Me voy de las terrazas, de La Vanguar­dia, contento. Por varias razo­nes. Porque entre pitos y flautas es el periódico, de los muchos en que he trabajado, en que he estado más tiempo: como críti­co teatral, de cronista en París, de articulista de Opinión y de los ya mencionados 18 años de te­rrazas. Sin olvidar el suplemen­to Cultura/s, con sus viajes y re­portajes. Además, La Vanguar­dia es el último periódico en el que escribió mi padre, antes de morir a los  67 años. Y es en dicho periódico donde di con el mejor director que he tenido la suerte de conocer y disfrutar: Don Ho­racio Sáenz Guerrero (hay un segundo director al que tam­bién le debo mucho: Manuel Ibáñez Escofet, pero cometió el imperdonable error de intentar hacerme de padre v educarme catalanufamente, cómo diría el amigo Marsé). Horacio me lla­maba por teléfono: «Sagarra, se ha muerto Peter Weiss. Necesi­to tres o cuatro cuartillas en un par de horas». Yo: «De acuerdo, jefe, pero permíteme que te diga que Carandell acaba de sacar un pequeño e interesante ensayo sobre el personaje y…». Hora­cío: «Pero Carandell está en Ma­drid… ». Yo: «No, jefe, el autor es el hermano de Luis, Josep Ma­ria, que vive aquí, en Barcelo­na». Horacio: «Pues, anda, píde­le un artículo de mi parte. Y re­cuerda: un par de horas, no más». Cuando iba a Aviñón o a Nancy, a ver teatro, Horacio siempre me pedía que le trajera algo: una botella de buen vino, un Cortón Charlemagne, y el in­evitable frasco de Eau Sauvage, la colonia de Dior. Un gran tipo, el amigo –sí, lo éramos– Hora­cio, un gran aficionado al cine (fue él quien se trajo a José Luis Guarner de crítico cinemato­gráfico a La Vanguardia). Pero, ante todo, mi Vanguardia son los lectores, mis lectores. Con los que me he peleado, con los que hemos compartido copas, libros, pelis, canciones y una cierta manera de vivir, de convi­vir en esta ciudad, que se va per­diendo. Desde la primera moza que me invitó a tomar chocolate con churros en su casa, hasta Jordi, el chico de Badalona, que me escribía hace un par de se­manas pidiéndome informa­ción sobre… Bernard Frank. A todos ellos un millón de gracias.

  1. PS.: El próximo martes 22, a las 19 horas, en la librería Jai­mes se presentan las Rumbas de Joan de Sagarra (edición del cincuentenario) y celebramos sesenta años de periodismo. Un adiós, hasta siempre, regado con whisky irlandés –el inevita­ble Jameson– y en el que los pe­riodistas Eugeni Madueño, Xa­vier Mas de Xaxàs, Miquel Mo­lina y John Wilkinson conversarán sobre lo divino y lo humano con el anciano Saga­rreta. Están ustedes invitados.

La Vanguardia, 20 de marzo de 2022