Trieste, por Joan de Sagarra
Hoy, domingo, cuando se publique esta «terraza» me hallaré en Trieste, en la terraza del Caffè degli Specchi (si no está cerrado por obras, como hace un par de veranos), tomando un negroní. «¿Por qué Trieste?», me preguntó el viernes un vecino en la terraza del Oller. «Con lo bien que se está en Menorca» (que es donde él veranea). Iba a responderle el porqué, el porqué de Trieste, cuando otro vecino, un hombre culto, algo mayor que yo, y un pelo snob, sentenció: «El Sagarreta se va a Trieste porque es un intelectual, puñetero, pero intelectual. Por tomarse una copa en el Caffè San Marco con Claudio Magris, o con una nieta de Saba o una biznieta de Svevo en el Tommaseo, es capaz de sacrificar una noche en Eivissa con la tataraniera de Mae West, aquella jamona que tanto le agradaba a su padre». Toma castaña.
Trieste es una ciudad rara, muy rara. Jan Morris, en su libro Trieste, and the Meaning of Nowhere (2001), escribe: «No síempre soy capaz de representarme Trieste mentalmente. ¿Quién es capaz? No es una de estas ciudades ícónícas que nos acuden de inmediato a la memoria o a la imaginación. No tiene ningún elemento de referencia memorable, ninguna melodía universalmente conocida, ninguna gastronomía inconfundible, apenas ningún nombre llamativo que todo el mundo conozca». Morrris me recuerda lo que, a principios del pasado siglo, ya decía el dramaturgo y crítico vienés Hermann Bahr: «Trieste no es una ciudad, uno tíene la impresión de no estar en ningún sitio». Vamos, en el Nowhere de James Morris, o en el Non Luógo, de Claudio Magris (hace cuatro año el CCCB nos ofreció una preciosa exposición sobre la Trieste de Magris, multes grácies, senyor Ramoneda).
¿Por qué me voy a Trieste? Hay que remontarse a treinta y tantos años atrás, en Taormina. Era al principio del verano, ya pasada la media noche, un pequeño grupo de amigos y conocidos, gentes de teatro, nos tomábamos la última copa en el bar del hotel San Domenico. Aquella noche, el Etna se había puesto estupendo, y mientras yo lo miraba, un pelín acojonado, le pregunté a Giorgio Strehler: «Y usted, maestro, ¿cómo se lo hace para lograr esa luz espléndida, esas luces únicas en sus montajes del Piccolo (el Piccolo Teatro milanés)?». Y el maestro me dijo: «¿Usted ha visitado alguna vez Triesre?». Le dije que no y entonces el maestro me contó cómo era el cielo de Trieste en verano, al atardecer, adentrándose con el Adriático en la plaza Grande de Trieste, la hoy plaza de la Unidad de Italia, donde se halla el Caffè degli Specchi. Tardé un par o tres de años en ir a Trieste, a ver esta puesta de sol en la plaza Grande, y al verla –o imaginármela, gracias a los negronís que me servía y me sigue sirviendo Umberto–, mi admiración por Giorgio, el maestro, se convirtió en cariño: el lunes o el martes iré, como otros veranos, al cementerio a llevar un ramo de flores a la tumba de Giorgio Strehler, hijo de Trieste, donde yace junto a su madre, una mujer que, al parecer, tocaba admirablemente el violín.
¿Por qué Trieste? No porque no pueda representármela mentalmente –para mí siempre será la plaza iluminada del pequeño Giorgio–. No porque no sea una ciudad ícóníca como la Barcelona de la Sagrada Familia, ni tenga una melodía universalmente conocida, como el chotis Madrid del maestro Lara, o ninguna gastronomía inconfundible, como la paella valenciana.
Trieste, porque es «la extraña ciudad», la de Saba, de Svevo, del joven Joyce –«And Trieste, at Trieste ate I my liver»–, y de tantos otros, como ese famoso Claudio Magris, al que a veces me encuentro por la calle y nos saludamos cortésmente.
Pero, sobre todo, Trieste Nowhere, ningún lugar y a la vez muchos lugares: el del irredentismo frente al Imperio austrohúngaro; el de las primeras leyes racistas, fascistas, de Mussolini (1938) contra los judíos, y después, ya con los nazis, el único campo de exterminio con horno incluido (la Risiera de San Saba) de toda Europa, a excepción claro está, de Polonia y Alemania; y un Trieste, de nuevo italiano (1954) enfrentado con el gobierno de Roma.
Un Nowhere ideal para prepararse al 27-S. Un territorio fronterizo, como el que quieren vendernos, con fronteras en España, en la Catalunya Nord (França), Andorra, en el Regne d’Aragó, en el de València y el de las Illes (els Païses Catalans). ¿Quiénes somos, dónde estarnos y a dónde vamos? Pero, por favor, que no falte la puesta de sol enla plaza Grande, ni el negroni que me sirve Umberto. Tal vez el último negroni, a ser posible con la tataranieta de Mae West, pero que no sea un coñazo.
P.S. En Trieste no existe «ninguna gastronomía inconfundible». Pero se come la mar de bien: en la hostería Alle Banderette (Riva Nazario Sauro, 2) servían un sampiero (gallo) al horno con alcachofas para chuparse los dedos, confío en que siga abierto. Y en Duino (el Duino de Rilke), en el Cavallucio, unos raviolis al branzino (lubina) con salsa di scampi (cigalas) que saben a gloria. Les deseo unas felices vacaciones. Nos reencontramos el próximo 6 de septíembre.