Todo aquello que para el pueblo judío ha tenido las peores consecuencias –su ineptitud absoluta para comprender la política, su carácter de pueblo monolítico y solidario que ignora voluntariamente los rasgos que caracterizan a la época moderna– ha producido un fenómeno de sorprendente belleza, único en nuestra modernidad: los filmes de Charles Chaplin. El pueblo más impopular del mundo consiguió engendrar, gracias a estos filmes, la figura más popular de los tiempos presentes: su popularidad no se basa en variaciones al gusto del consumidor, ni en farsas tan viejas como el mundo, sino que proviene más bien de que Chaplin hace revivir una cualidad que se creía prácticamente desaparecida tras un siglo de luchas de clases y de intereses: el irresistible encanto del «pequeño» hombre salido del pueblo.
Chaplin, desde sus primeras películas, muestra cómo ese hombre frágil entra en fatal y constante conflicto con los guardianes de la ley y el orden, con los representantes de la sociedad. Sin duda ninguna él es también un Schlemihl (Adelbert von Chamisso, La maravillosa historia de Peter Schlemihl o El hombre que perdió su sombra), pero Schlemihl ha dejado de ser en realidad un príncipe del país de los cuentos de hadas, de forma que ya no se percibe demasiado bien la protección que dispensa el Apolo del Olimpo. Chaplin se mueve en un mundo del que exagera sus rasgos de forma grotesca; sin embargo es un mundo real de cuyos peligros no le protegen ni la naturaleza ni el arte, sino las astucias que él mismo maquina y, ocasionalmente, la bondad y la humanidad inesperadas de alguien que pasa azarosamente a su lado.



En efecto, a los ojos de la sociedad Chaplin es siempre y fundamentalmente un sospechoso; es hasta tal punto sospechoso que, a través de la extraordinaria variedad de sus conflictos, algo queda claro: nadie se pregunta nada acerca de la justicia o de la injusticia, ni siquiera la víctima. Mucho antes de que el sospechoso se convierta en el símbolo del paria, en la figura del «hombre sin posición», mucho antes de que verdaderos hombres necesitasen de mil astucias inventadas por ellos, de la benevolencia ocasional de los otros, Charles Chaplin, aunque solo fuese simplemente para sobrevivir, enseñado por la experiencia de su infancia, ha desvelado el miedo secular del judío ante el policía: el policía que simboliza un entorno hostil. Pero además ha intuido también la sabiduría secular del judío que prueba que David, con su astucia tan humana, triunfa a veces sobre la fuerza bestial de Goliat. Se pone de manifiesto así que la simpatía del pueblo está con el paria, con el excluido de la sociedad y sospechoso a los ojos de todos: manifiestamente el pueblo encuentra en él todo ese resto de humanidad que no cuenta suficientemente en la sociedad. Cuando el pueblo se ríe de la suprema celeridad que adquiere el discurso amoroso, siempre presente en Chaplin desde el primer flechazo, da a entender que este ideal del amor sigue siendo para él el amor, incluso si raramente se puede confirmar que ese amor exista.
Lo que liga la figura del sospechoso al Schlemihl de Heine es la inocencia. Todo aquello que sigue resultando insoportable e increíble en las tesis de los casuistas –hacer el fanfarrón en medio de persecuciones encarnizadas a pesar de su inocencia– todo ello se convierte en amable y convincente en la figura de Chaplin, justamente él, quien no exhibe un conjunto de textos, sino, por el contrario, mil pequeños errores, conflictos innumerables con la ley. Estos conflictos no solo demuestran que el delito y el castigo son inconmensurables, que los castigos más duros pueden golpear a los delitos más insignificantes –insignificantes a los ojos de los hombres–, sino también que a través de ellos se pone de relieve sobre todo que el castigo y el delito son independientes el uno del otro, que pertenecen a dos mundos diferentes el uno del otro, que pertenecen a a dos mundo diferentes que no pueden estar en armonía. Se echa mano siempre del sospechoso para hacerlo cargar con cosas que él no ha hecho; pero él a su vez cuenta con algo propio; él, a quien la sociedad ha acostumbrado a pensar que no existe una relación entre el delito y el crimen, puede permitirse muchas cosas, puede deslizarse entre las redes de la ley que apresarían a cualquier otro mortal normal. La inocencia de los sospechosos, que Chaplin proyecta sin cesar en la pantalla, no es ya un rasgo de carácter propio –como en Heine–, es la expresión de la tensión peligrosa, siempre presente, existente en la aplicación de leyes universales a fechorías concretas, y esta tensión puede convertirse con facilidad en tema de una tragedia. Esta tensión, en sí misma trágica, puede provocar un efecto cómico en la figura del sospechoso porque sus acciones y sus fechorías no tienen la menor relación con los castigos que se le vienen encima.



El sospechoso debe sufrir por muchas cosas que no ha cometido, pero como está excluido de la sociedad y lleva habitualmente una vida que esta no puede controlar, muchas de sus faltas pueden pasar inadvertidas. De esta situación por la que en cada momento pasa el sospechoso se derivan simultáneamente el miedo y el descaro: miedo a la ley que se asemeja a un poder natural independiente de lo que uno haga o deje de hacer; desvergüenza secretamente irónica contra los representantes de esta ley. El sospechoso ha aprendido a ocultarse de los guardianes de la ley del mismo modo que uno se protege de la adversidad en agujeros, refugios o intersticios que uno encuentra tanto más fácilmente cuanto más pequeño se hace. Todavía se trata de esa misma libertad que tanto nos maravilla en Heine, aunque ya no es despreocupada, sino todo lo contrario: es una libertad llena de preocupación y devorada por la inquietud, es decir, ya no es el descaro supremo del poeta, que se sabe distante de la sociedad, y que la mira desde arriba porque comercia con las potencias divinas del mundo; es más bien la desfachatez llena de ansiedad, aquella que también nos narran innumerables historias populares del mundo judío, el descaro del insignificante judío pobre que no reconoce las jerarquías mundanas porque es incapaz de percibir en ellas el orden o la justicia.
En este judío frágil, lleno de imaginación y abandonado, sospechoso a los ojos de todos, se reconocen todos los hombres humildes de todos los países. A fin de cuentas, él se ve obligado constantemente a transgredir esa ley que en su rectitud suprema «prohíbe a los pobres y a los ricos dormir bajo los puentes y robar pan» (Anatole France).
Chaplin reconocía en el oscuro judío Schlemihl a su semejante, se veía a sí mismo en esa figura deformada hasta lo grotesco de la que él era un poco autor. Y él lo sabía bien. Por eso podía reírse de sí mismo sin preocupación, podía reírse de sus infortunios y de sus salidas cómicas llenas de astucia: podía reírse durante todo el tiempo en que no había conocido esa horrible desesperación que se llama paro, podía reírse porque no se había enfrentado a un «destino» frente al cual las argucias individuales más lúcidamente calculadas están abocadas al fracaso. A partir de este momento la popularidad de Chaplin decayó rápidamente; y ello no tanto a causa del antisemitismo creciente cuanto porque su humanidad fundamental carecía ya de sentido, porque la liberación fundamental del hombre que lucha por su propia vida ya no servía de ayuda. El hombre «pequeño» había decidido convertirse en el «gran hombre».
Ya no fue entonces Chaplin sino Supermán quien se convirtió en el ídolo del pueblo. En The Great Dictator se esfuerza por representar el lado monstruoso y bestial de Supermán; en un doble papel enfrenta al pequeño hombre con el gran hombre para al fin dejar caer la máscara tras la cual aflora Chaplin, el hombre real, el pequeño hombre. Con una seriedad llena de desesperación quiere mostrar a los ojos del mundo, y hacer de nuevo deseable la pequeña y simple sabiduría del hombre frágil: a partir de ese momento él, que había sido el ídolo del mundo habitado, apenas es ya comprendido por nadie.
H. A.
Hannah Arendt, Die Verborgene Tradition, Suhrkarnp, 1976. Traducción: Julia Varela.