Roland Barthes

Querido Antonioni…

En su tipología, Nietzsche distingue dos figuras: el sacerdote y el artista. Hoy en día, tenemos sacerdotes de sobra: en todas las religio­nes e incluso fuera de la religión; pero ¿artistas? Quisiera, querido Antonioni, que me prestara un momento algunos rasgos de su obra para permitirme fijar las tres fuerzas, o, si lo prefiere, las tres virtudes que a mis ojos constituyen al artista. Las nombro ahora mismo: la vi­gilancia, la sabiduría y, la más paradójica de todas, la fragilidad.

Contrariamente al sacerdote, el artista se sorprende y admira; su mirada puede ser crítica, pero no es acusadora: el artista no conoce el resentimiento. Porque usted es un artista, su obra está abierta a lo moderno. Muchos toman lo moderno como una bandera de comba­te contra el viejo mundo, contra sus valores comprometidos; pero, para usted, lo moderno no es el término estático de una oposición fácil; lo moderno es, por el contrario, una dificultad activa para se­guir los cambios del tiempo, ya no solamente en el nivel de la gran historia, sino también en el interior de esa pequeña historia cuya medida es la existencia de cada uno de nosotros. Iniciada al día siguiente de la última guerra, su obra ha ido así, de momento en momento, según un movimiento de vigilancia doble, al mundo contemporáneo y a usted mismo; cada uno de sus filmes ha sido, a la escala que a usted le es propia, una experiencia histórica, es decir, el abandono de un antiguo problema y el planteamiento de una nueva cuestión; esto quiere decir que usted ha vivido y tratado la historia de estos treinta últimos años con sutileza, no como la materia de un reflejo artístico o de un compromiso ideológico, sino como una substancia de la que tenía que captar, de obra en obra, su magnetismo. Para usted, los contenidos y las formas son igualmente históricos; los dramas, como ha dicho, son indistintamente psicológicos y plásticos. Lo social, lo narrativo, lo neurótico, no son más que niveles, pertinencias, como se dice en lingüística, del mundo total, que es el objeto de todo artista: hay sucesión, y no jerarquía, de los intereses. Hablando con propiedad, contrariamente al pensador, un artista no evoluciona; explora, como un instrumento muy sensible, lo nuevo sucesivo que le presenta su propia historia: su obra no es un reflejo fijo, sino un muaré donde penetran, según la inclinación de la mirada y las tentaciones del tiempo, las figuras de lo social o de lo pasional, y las de las innovaciones formales, desde el modo de narración al uso del Color. El cuidado con el que usted trata la época no es el de un historiador, un político o un moralista, sino más bien el de un utopista que procura percibir el mundo nuevo en unos puntos precisos, porque tiene ganas de ese mundo y ya quiere formar parte de él. La vigilancia del artista, que es la suya, es una vigilancia amorosa, una vigilancia del deseo.

Llamo sabiduría del artista, no a una virtud antigua, y menos todavía a un discurso mediocre, sino, al contrario, a ese saber moral, esa agudeza de discernimiento que le permite no confundir nunca el sentido y la verdad. ¡Cuántos crímenes no ha cometido la humanidad en nombre de la Verdad! Y, sin embargo, esa verdad no era más que un sentido. El artista, por su parte, sabe que el sentido de una cosa no es su verdad; este saber es una sabiduría, se podría decir una loca sabiduría, puesto que le aparta de la comunidad, del rebaño de los fanáticos y de los arrogantes.

Sin embargo, no todos los artistas tienen esta sabiduría: algunos hipostasían el sentido. Esta operación terrorista se llama generalmente realismo. Cuando usted –en una conversación con Godard– declara: «Tengo la necesidad de expresar la realidad en unos términos que no sean del todo realistas», también atestigua una impresión justa del sentido: no lo impone, pero tampoco lo anula. Esta dialéctica confiere a sus filmes –utilizaré otra vez la misma palabra– una gran sutileza: su arte consiste en dejar siempre abierta y un poco indecisa, por escrúpulo, la vía del sentido. Con ello cumple usted muy precisamente con la tarea del artista que nuestro tiempo necesita: ni dogmático ni insignificante. Así, en sus primeros cortometrajes sobre los basureros de Roma o la fabricación de rayón en Torviscosa, la descripción crítica de una alienación social vacila, sin desvanecerse, en beneficio de una sensación más patética, más inmediata, de los cuerpos que trabajan. En El grito, el sentido fuerte de la obra es, por así decirlo, la misma incertidumbre del sentido: el vagabundeo de un hombre que no puede confirmar su identidad en ninguna parte, y la ambigüedad de la conclusión –suicidio o accidente– llevan al espectador a dudar del sentido del mensaje. Esta huida del sentido, que no es su abolición, le permite sacudir las fijezas psicológicas del realismo: en El desierto rojo, la crisis ya no es una crisis de sentimientos como en El eclipse, pues los sentimientos son seguros –la heroína ama a su marido–: todo se anuda y duele en una zona secundaria donde los afectos –el malestar de los afectos– se escapa de ese armazón del sentido que es el código de las pasiones. Finalmente –para ir rápido– sus últimos filmes conducen esta crisis del sentido al corazón de la identidad de los acontecimientos –Blow up– o de las personas –El reportero–. En el fondo, al hilo de su obra, hay una crítica constante, a la vez dolorosa y exigente, de esa marca fuerte del sentido que llamamos destino.

Esta vacilación –preferiría decir, con mayor precisión, esta síncopa del sentido– sigue unos caminos técnicos, propiamente fílmicos –decorado, planos, montaje–, que no me corresponde analizar, pues no tengo esa competencia; creo que estoy aquí para decir cómo su obra, más allá del cine, compromete a todos los artistas del mundo contemporáneo: usted trabaja para hacer sutil el sentido de lo que el hombre dice, cuenta, ve o siente, y esa sutileza del sentido, esa convicción de que el sentido no se detiene toscamente en la cosa dicha, sino que va siempre más lejos, fascinado por el sinsentido, es, creo, la de todos los artistas, cuyo objetivo no es esta o aquella técnica, sino un fenómeno extraño: la vibración. El objeto representado vibra en detrimento del dogma. Pienso en las palabras del pintor Braque: «El cuadro está terminado cuando ha borrado la idea». Pienso en Matisse dibujando un olivo, desde su cama, y poniéndose, al cabo de cierto tiempo, a observar los vacíos que están entre sus ramas, y descubriendo que, mediante esta nueva visión, se escapa de la imagen habitual del objeto dibujado, del cliché «olivo». Matisse descubrió así el principio del arte oriental, que siempre quiere pintar el vacío, o que capta más bien el objeto figurable en el momento raro en que la totalidad de su identidad cae bruscamente en un nuevo espacio, el del intersticio. En cierto modo, usted también practica un arte del intersticio –la demostración manifiesta de esta proposición sería La aventura–; por lo tanto, su arte también mantiene, en cierto modo, una relación con Oriente. Su filme sobre China –Chung Kuo Cina– fue lo que me dio ganas de viajar a ese país; y si este filme fue provisionalmente rechazado por los que habrían debido comprender que su fuerza de amor era superior a toda propaganda, es que fue juzgado según un reflejo de poder, y no según una exigencia de verdad. El artista no tiene poder, pero mantiene alguna relación con la verdad; su obra, siempre alegórica cuando es una gran obra, la toma oblicuamente; su mundo es lo indirecto de la verdad.

¿Por qué es decisiva esta sutileza del sentido? Precisamente porque el sentido, desde el momento en que se fija e impone, desde el momento en que ya no es sutil, se convierte en un instrumento, en un envite del poder. Sutilizar el sentido es pues una actividad política secundaria, como lo es todo esfuerzo que trate de pulverizar, enturbiar o deshacer el fanatismo del sentido. Tiene su peligro. Por eso la tercera virtud del artista –entiendo la palabra «virtud» en el sentido latino– es su fragilidad: el artista nunca tiene asegurada la vida, ni el trabajo; una proposición sencilla pero seria: su desvanecimiento es algo posible.

La primera fragilidad del artista es esta: forma parte de un mundo que cambia, pero también él cambia; es trivial, pero para el artista, es vertiginoso, pues no sabe nunca si la obra que propone la produce el cambio del mundo o el cambio de su subjetividad. Al parecer, usted siempre ha sido consciente de esta relatividad del tiempo, al declarar, por ejemplo, en una entrevista, que «si las cosas de las que hablamos hoy no son aquellas de las que hablábamos justo después de la guerra, es que, de hecho, el mundo a nuestro alrededor ha cambiado, pero también nosotros hemos cambiado. Nuestras exi­gencias han cambiado, nuestros propósitos, nuestros temas». La fragilidad es aquí la de una duda existencial que embarga al artista a medida que avanza en su vida y en su obra; esa duda es difícil, incluso dolorosa, porque el artista no sabe nunca si lo que quiere decir es un testimonio verídico sobre el mundo tal como ha cambiado, o el simple reflejo egotista de su nostalgia o de su deseo: viajero einsteiniano, nunca sabe si lo que se mueve es el tren o el espacio‑tiempo, si es testigo u hombre de deseo.

Otro motivo de fragilidad para el artista es, paradójicamente, la firmeza y la insistencia de su mirada. El poder, sea cual sea, por ser violencia, no mira nunca; si mirara un minuto más –un minuto de más–, perdería su esencia de poder. El artista, por su parte, se detiene y mira largamente, y me puedo imaginar que usted se hizo cineasta porque la cámara es un ojo obligado a mirar por disposición técnica. Lo que usted añade a esta disposición, común a todos los cineastas, es mirar las cosas radicalmente, hasta su agotamiento. Por una parte, mira usted largamente lo que nadie le había pedido mirar, ni la convención política –los campesinos chinos–, ni la convención narrativa –los tiempos muertos de una aventura–. Por otra parte, su héroe privilegiado es el que mira –fotógrafo o reportero–. Esto es peligroso, pues mirar más de la cuenta –insisto en este suplemento de intensidad– molesta a todos los órdenes establecidos, sean cuales sean, en la medida en que, normalmente, el tiempo mismo de la mirada es controlado por la sociedad: de ahí la naturaleza escandalosa, cuando la obra se escapa de ese control, de algunas fotografías y de algunos filmes, no los más indecentes o los más combativos, sino simplemente los más «pausados».

Por tanto, el artista no solamente está amenazado por el poder constituido –el martirologio de los artistas censurados por el Estado a lo largo de la Historia sería de una longitud desesperante–, sino también por la sensación colectiva, siempre posible, de que una sociedad puede muy bien prescindir del arte: la actividad del artista es sospechosa porque molesta a la comodidad, a la seguridad de los sentidos establecidos, porque es a la vez dispendiosa y gratuita, y porque la sociedad nueva que se busca, a través de regímenes muy diferentes, no ha decidido aún qué ha de pensar, ni qué habrá de pensar del lujo. Nuestra suerte es incierta, y esta incertidumbre no mantiene una relación simple con las salidas políticas que podamos imaginar para el malestar del mundo; depende de esa Historia mo­numental, que decide, de una manera apenas concebible, ya no nuestras necesidades, sino nuestros deseos.

Querido Antonioni, he tratado de decir, en mi lenguaje intelectual, las razones que, más allá del cine, hacen de usted uno de los artistas de nuestro tiempo. Este elogio no es simple, usted lo sabe; pues ser artista hoy en día es una situación que ya no se sostiene en la bella conciencia de una gran función sagrada o social; ya no es ocupar serenamente un lugar en el Panteón burgués de los Faros de la Humanidad; es, en el momento de cada obra, verse obligado –desde el momento en que ya no se es sacerdote– a afrontar en uno mismo esos espectros de la subjetividad moderna que son el cansancio ideológico, la mala conciencia social, el atractivo y la repugnancia del arte fácil, el temblor de la responsabilidad, o el incesante escrúpulo que divide al artista entre la soledad y el gregarismo. De modo que hoy tiene usted que disfrutar de este momento apacible, armonioso y reconciliador en el que toda una colectividad acuerda reconocer, admirar y amar su obra. Pues mañana el duro trabajo volverá a empezar.

Roland Barthes,
Bolonia, 28 de enero de 1980