John Berger

Michelangelo Antonioni es de Ferrara, no sólo en el sentido de que nació allí, sino también en otro más complejo, pues esta ciudad o su espíritu está invariablemente presente en su obra. (Me parece incluso que su cara, su peculiar belleza, es una expresión de la ciudad de Ariosto y la Casa de Este.)
Hoy Ferrara es una ciudad extraña llena de pequeños lujos –pequeños de tamaño, joyitas, que recuerdan a los objetos pintados en los cuadros de Cosimo Tura– y dominada por una gran tristeza. Una ciudad donde las chicas se casan jóvenes y se hacen madres y luego las madres se transforman inexplicablemente en madrastras. Una ciudad en la que los padres son unos desconocidos para sus hijos, y donde nada, por más que lo conozca uno, es lo que parece ser, y poco a poco todo termina por alejarse.
No sé por qué digo todo esto, pues no he vivido allí, pero todas las veces que la he visitado a lo largo de cuarenta años no han hecho sino confirmar esta impresión, y cuando empecé a leer los cuentos de Bassani, llegué a la conclusión de que probablemente era cierto. Es una ciudad semejante a una vitrina cuyos cristales están siem pre empañados. ¿Y qué contiene esa vitrina? Un secreto. Tal vez un collar de secretos. O, tal vez, un arma; un arma cruel en ese caso.
Quien dice Ferrara, dice también el río Po. Otros lugares guardan una intimidad mayor con el río: Cremona, Turín, la pequeña villa de Paesana, ya cerca de su nacimiento, pero Ferrara es su monumento funerario, su lápida. Después de Ferrara, el río empieza a pactar y finalmente a unirse con el más allá. Al final de Gente del Po, un documental de nueve minutos realizado por Antonioni entre 1943 y 1947, el primero de su carrera, aparece maravillosamente tratada esta dimensión del más allá.

La llanura del Po ha dado toda su riqueza al norte de Italia, pero el río es impredecible, siempre cambiante, sinuoso, renuente a las normas. Cuenta con una larga historia de repeticiones regulares y de impredecibilidad. Unas veces es una corriente de cieno. Otras, empuja al propio mar. Su cauce sube y sube; de ahí el perenne peligro de inundaciones. La superficie de este río femenino, tal vez el más femenino del mundo, al contrario del Danubio, que es masculino, es calma, pero unas corrientes invisibles y feroces circulan por sus profundidades. ¡Atención, navegantes inexpertos! El Po riega y ofrece buenas cosechas; y es indiferente, como lo son todos los ríos.
En la película de Antonioni, el río es el protagonista, un protagonista caracterizado por su voluntad colosal de llegar al mar, pero sin mostrar jamás impaciencia. Cuando lo alcanza, el mar, en lugar de abrazarlo, le echa una mano para que se suba a la blanca cama del cielo.
Los otros personajes de Gente del Po son el capitán de un remolcador que empuja cinco barcazas río abajo, su esposa y la hija de ambos, que está abajo en la cabina, acostada en su litera, enferma. La madre desembarca para comprarle una medicina en la farmacia de un pueblecito de la orilla. El remolcador se llama Milano, y el río no deja de recordar a los habitantes que existen otros lugares. Todo ello sucede veinte años antes del milagro económico italiano.

Las películas posteriores de Antonioni retratan un medio rico y elegante más que el mundo del proletariado rural. Y, sin embargo, ¿no es verdad que en casi todas ellas se busca un remedio? Un remedio que nunca llega a funcionar, pese a todos los esfuerzos.
Esta primera película, un breve documental en blanco y negro, mudo, es profético también en otro aspecto.
Hoy reconocemos en él esa manera peculiar de enfocar las tomas característica de Antonioni, como si el centro de su interés estuviera siempre a un lado de lo que se filma, y el protagonista nunca estuviera centrado, porque el centro es un destino que no comprendemos y cuyo contorno todavía no está definido.
Su caligrafia filmica no ha cambiado en esencia desde aquella primera película, que realizó a los treinta y un años. Su obra evolucionaría inmensamente con el paso del tiempo por ejemplo, incluiría el uso del color, pero la visión, el par de ojos, ya eran los mismos en 1943.
Quien dice Po, dice niebla. Forma parte del singular carácter del río, como el olor de su piel femenina. El Po fue el primer río en el que se instalaron radares años después de que se filmara esta película, pues sus nieblas pueden ser impenetrables. Las nieblas se extienden en toda la llanura, creando esa peculiar atmósfera, esa tensión que tan bien describieron ciertos escritores, como Gianni Celati, y antes que él Cesare Pavese.
Para entender esta tensión uno ha de preguntarse qué es lo que oculta o no oculta la niebla. Iluminada por el sol, la llanura se extiende lisa en todas las direcciones; hasta el horizonte en muchos puntos. La carreteras son rectas; las alquerías, rectangulares; los álamos, perfectamente alineados; los canales de irrigación nunca tuercen a un lado u otro. Es imposible imaginar un paisaje menos misterioso. (En Holanda, por ejemplo, siempre está presente la confusión del cielo.) Esta falta de misterio no es algo que tranquilice, sin embargo, debido a que la escala de la llanura, su geometría y su inevitabilidad empequeñecen cualquier cosa que tenga menos de dos metros de altura, la altura de un hombre o de una mujer. El desierto le empequeñece a uno con la autoridad de Dios; la llanura del Po le empequeñece con la trivialidad de un calendario implacablemente regular. Y por eso, en alguna parte, el alma suplica que caiga la niebla, y ésa es la única súplica que oye el río.
La niebla cae. El aire se contamina. El aislamiento se hace insoportable. Los camiones llevan los faros encendidos, y aun así se pegan al arcén y se detienen. Aumenta la claustrofobia. Pero en el misterio de lo que hay detrás de la niebla reside un recuerdo semejante al recuerdo de una madre; no podría residir en algo tan sencillo e ingenuo como una esperanza, pues la gente de la Emilia lo ha visto todo. (No hablo en términos psicoanalíticos, ni nunca lo he hecho, sino climáticos.)
Yo denominaría a este recuerdo la Virgen de la Niebla. Ésta es la región más culta y la menos mística, la menos católica de Italia. Posiblemente durante la guerra la niebla fue partisana. En cualquier caso, cuando la visibilidad queda reducida a unos cuantos metros, todos la conocen. Apenas visible, se alza con las manos extendidas, las palmas hacia delante, anunciando que la verdad es invisible (con toda la ambigüedad de esa frase) y que debemos cerrar los ojos a fin de unirlo todo.
La película que Antonioni está realizando ahora con Wim Wenders empieza y termina con la niebla de Ferrara. Y su título es Más allá de las nubes. Después de haber contado las cuatro historias que constituyen el film, el narrador añade:
«Sabemos que detrás de cada imagen revelada hay otra imagen más fiel a la realidad, y detrás de esa imagen hay otra, y todavía otra más detrás de la última y así hasta la verdadera imagen de esa realidad absoluta y misteriosa que nadie verá nunca».
Quienes admiran el cine de Antonioni suelen decir que tiene la misma forma de narrar de un novelista. Quienes critican sus películas lo suelen acusar de ser abstracto, esteticista, formalista. A mí me parece que si uno quiere entrar en el mundo de su imaginación, deberá pensar en él primero como pintor. El comportamiento humano y las historias le interesan, pero siempre empieza con la apariencia de las personas o de los lugares. Sus percepciones más importantes son preverbales. (Por eso, tal vez, utiliza tan bien el silencio.) Kieslowski, por ejemplo, es un verdadero novelista del cine porque tiene en cuenta las consecuencias de las acciones. Antonioni contempla la silueta de una acción con el mismo deseo del pintor de encontrar en ella algo atemporal. Incluso llegaría a decir que con frecuencia se olvida totalmente de sus consecuencias.
No estoy sugiriendo nada original; sabido es que Antonioni ha realizado exposiciones de pintura. Pero si volvemos al Po y a la Virgen de la Niebla, y si recordamos que es pintor, descubriremos, creo yo, la clave de su obra.
Las películas de Antonioni cuestionan lo visible hasta que ya no queda luz bastante para ver nada más. Lo visible puede ser Monica Vitti o Marcello Mastroianni o la orilla de un río o el casco de un barco o un árbol o una cancha de tenis. A diferencia de los pintores de verdad, no puede tocar la imagen con las manos; tiene que atacarla de otras formas: mediante la luz, el movimiento, esperando con una especie de cautela cinemática.
Su objetivo es que nos quedemos mirando sus películas con la misma fijeza con la que miramos correr el Po; igual que Monet miraba fijamente la profundidad de su estanque de nenúfares; igual que camina uno intentando vislumbrar algo entre la niebla.
La esperanza que le mantenía con cada película, creo, era que si las mirábamos atentamente, saldría algo a nuestro encuentro, algo que a él casi se le había escapado, algo tan real que no tiene nombre.
A mitad del documental Gente del Po, un campesino afila la guadañajunto a la orilla y una hilera de mujeres vestidas de negro rastrillan el heno. Una de ellas endereza la espalda para mirar el río en el momento en que pasa el remolcador. Es joven. No se parece a nadie. Al sonreír deja ver unos dientes blancos y ligeramente protuberantes. Y sonríe porque mientras mira el ancho río con su colosal voluntad de llegar al mar, algo sale de él y viene a su encuentro. Lo podemos leer en su rostro. Pero no lo podemos ver en la película.

J. Berger (2000) – M. Antonioni (1943-47)