E. M. Cioran
Solo tengo ganas de escribir en un estado explosivo, en la fiebre o la crispación, en un estupor metamorfoseado en frenesí, en un clima de ajuste de cuentas en que las invectivas sustituyen a las bofetadas y a los golpes.
De ordinario, la cosa comienza con un ligero temblor que se hace cada vez más fuerte, como tras un insulto que se ha soportado sin responder. Escribir equivale a replicar tardíamente o a diferir la agresión: yo escribo para no pasar al acto, para evitar una crisis. La expresión es alivio, venganza indirecta de quien no pudiendo digerir una afrenta se rebela en palabras contra sus semejantes y contra sí mismo. La indignación es menos un estado moral que un estado literario, es incluso el resorte de la inspiración. ¿Y la sabiduría? La sabiduría es precisamente lo contrario de la inspiración. El sabio que hay en nosotros arruina todos nuestros ímpetus, es el saboteador que nos disminuye y paraliza, que acecha al loco que somos para calmarle y comprometerle, para deshonrarle. ¿La inspiración? Un desequilibrio repentino, voluptuosidad irresistible de afirmarse o destruirse. Yo nunca he escrito una sola línea a mi temperatura normal. Y sin embargo, durante años me consideré como el único individuo sin taras. Ese orgullo me resultó benéfico: me permitió emborronar papel. He dejado prácticamente de escribir cuando, al sosegarse mi delirio, me he convertido en la víctima de una modestia perniciosa, funesta para esa febrilidad de la que emanan las intuiciones y las verdades. Solo puedo escribir cuando, habiéndome repentinamente abandonado el sentido del ridículo, me considero el comienzo y el fin de todo.
Escribir es una provocación, una visión afortunadamente falsa de la realidad que nos coloca por encima de lo que existe y de lo que nos parece existir. Hacerle la competencia a Dios, superarlo incluso mediante la sola virtud del lenguaje: esa es la hazaña del escritor, espécimen ambiguo, desgarrado y engreído que, liberado de su condición natural, se ha abandonado a un vértigo magnífico, desconcertante siempre, a veces odioso. Nada más miserable que la palabra y sin embargo a través de ella nos elevamos a sensaciones de dicha, a una dilatación última en la que nos hallamos totalmente solos, sin el menor sentimiento de opresión. ¡Lo supremo alcanzado mediante el vocablo, mediante el símbolo mismo de la fragilidad! Pero lo supremo se puede también alcanzar, curiosamente, a través de la ironía, a condición de que esta, llegando hasta el extremo de su obra de demolición, dispense escalofríos de dios autodestructor. Las palabras como agentes de un éxtasis al revés… Todo lo que es verdaderamente intenso participa del paraíso y del infierno, con la diferencia de que el primero no podemos vislumbrarlo, mientras que el segundo tenemos la suerte de percibirlo y, más aún, de sentirlo. El escritor posee el monopolio de otro privilegio más notable aún: el de poder desembarazarse de sus peligros. Sin la facultad de emborronar páginas, me pregunto qué hubiera sido de mí. Escribir es deshacerse de nuestros remordimientos y de nuestros rencores, es vomitar nuestros secretos. El escritor es un desequilibrado que utiliza esas ficciones que son las palabras para curarse. ¡Cuántos malestares, cuántos accesos siniestros he superado yo gracias a ese remedio insubstancial!
Escribir es un vicio del que puede uno cansarse. A decir verdad, yo escribo cada vez menos, y acabaré sin duda dejando de escribir totalmente, no encontrándole el menor encanto a ese combate con los demás y conmigo mismo.
Cuando se escribe sobre un tema cualquiera, aunque sea mediocre, se experimenta un sentimiento de plenitud, acompañado de una brizna de altivez. Fenómeno más extraño aún: esa sensación de superioridad al evocar una figura que se admira. ¡Con qué facilidad se cree uno el centro del mundo cuando se maneja una pluma! Escribir y venerar son cosas incompatibles: quiérase o no, hablar de Dios es mirarle por encima del hombro. La escritura es la revancha de la criatura, su respuesta a una Creación improvisada.
E. M. Cioran (1982)