Ver las películas de Pedro Costa invoca naturalmente la «experiencia cinéfila» por excelencia: comparamos, hacemos referencias cruzadas, recordamos ese momento de una película de John Ford o tal efecto de estilo de Jacques Tourneur, un corte de montaje en Godard o una superimposición en Epstein, un estado de ánimo de Moonfleet (Los contrabandistas de Moonfleet, Fritz Lang, 1955) o la ansiosa expresión en la cara de un actor secundario en una de Nicholas Ray… todas películas antiguas y contemporáneas, clásicas y maudit.

Pero este no es sólo un hábito holgazán o un reflejo condicionado cuando se trata de Costa: es, más bien, una necesidad imperiosa, una cuestión de cine. Tales recuerdos marcados a fuego no tienen nada que ver con citas à la Tarantino, o con los juegos posmodernos de la alusión, la parodia y la reelaboración en tanta narrativa del cine contemporáneo. En Costa, alcanzamos otro nivel, más profundo, un nivel que asociamos con Carax o Godard, Schroeder u Ossang, a veces Kusturica o Scorsese o Kaurismäki: la poética de ciertos cineastas ha sido tan interiorizada, podríamos decir tan intensamente vivida (en la esfera imaginaria) por Costa, que un palimpsesto único se ha formado en la intersección de todas estas visiones, todos estos mundos, todos estos recuerdos: su firma es ese matorral anudado, demasiado enredado, fusionado y transformado como para que alguna vez pueda ser separado con claridad, en sus variados elementos originales.

Desde los primerísimos momentos de su primera cinta, O sangue (1989), Pedro Costa nos fuerza a ver algo nuevo y singular en el cine, más que algo genérico y familiar. La cinematografía en blanco y negro (de Martin Schafer, el compatriota de Wenders) en O sangue va mucho más allá del efecto de moda de alto contraste; va hacia algo visionario: blancos que queman, negros que devoran. Inmediatamente, los rostros son desfigurados, los cuerpos deformados por este suntuoso y rico trabajo onírico de la luz, la oscuridad, las sombras y la puesta en escena.

Carl Dreyer en Gertrud le dio al cine algo que Jacques Rivette –entre otros– celebró: cuerpos que «desaparecen en el empalme», que viven y mueren entre toma y toma, para buscar una extraña semivida en los intersticios entre rollos, escenas, tomas, incluso cuadros. Costa hace suya esta poética de la luz y la sombra –de aparición y desaparición la poética de Dreyer, Murnau, Tourneur– y la radicaliza aún más.

En el trabajo de Costa vemos algo a lo que Raymond Bellour una vez se refirió como «el calculado trabajo de los actores paralizados como si fueran una suerte de figuras» en Tourneur, sujetos de extrañas e insondables «elipsis y duraciones»: como el elocuente silencio en una escena cuando la impasible espalda de Joel McCrea se vuelve hacia la cámara en Stars in my Crown (1950)

o la fina tensión cuando alguien sale de cuadro para disolverse en la oscuridad en Out of the Past (Retorno al pasado, 1947)…

En Sangre hay una tensión constante y temblorosa: cuando una escena termina, cuando una puerta se cierra, cuando alguien le da la espalda a la cámara, ¿ese personaje que estamos viendo volverá alguna vez? Las personas desaparecen en los empalmes de la edición, un padre enfermo muere entre escenas, transformando en un instante a un cuerpo que habla y (apenas) respira en un pesado cadáver.

Y si algunas personas en efecto regresan a la película, ¿qué forma tienen ahora? ¿Fantasmas, zombies, proyecciones de la memoria, realidades virtuales? El estatus ambiguo de los muertos vivientes ronda con calma todo el trabajo de Costa, hasta las más recientes Juventude em marcha, (2006) y Tarrafal (el episodio que dirigó para el filme O estado do mundo, 2007). Es la melancolía crepuscular de los semivivos, pero sin el angelismo sobreiluminado de la vida después de la muerte de Wenders; el retrato de Costa de los semivivos toma sus consejos desde la experiencia de los pobres, los vagabundos, los junkies, los desposeídos.

Como en el trabajo de Philippe Garrel, hay, algo difícil, no reconciliado, «distraído» en este minimalismo, como un cerebro que se esfuerza por enfocar o ver con claridad cierta viñeta diaria, estridente, de un horror social inexpresable. Como un punto ciego que crece lentamente, como una mancha en el corazón de la visión: y aun así la mirada se mantiene fija, sólida como una roca, no dispuesta o incapaz de mirar para otro lado, como en No quarto da Vanda (En el cuarto de Vanda, 2000).

O sangue es una primera película especial, de esas primeras películas de los que aún no son autores y que hacen andar un particular género cinematográfico, especialmente en retrospectiva. Quizás fue en Klassenverhältnisse (Relaciones de clase, 1984) de Danièle Huillet y Jean-Marie Straub donde Costa aprendió una lección –digna de Sam Fuller– que no tiene precio sobre la ficción en la pantalla: comienza la obra instantáneamente, con una mirada, un gesto, un movimiento, algún desplazamiento de aire y energía, algo que se lanza como una piedra pesada para romper la calma del equilibrio previo a la ficción. Como una manera de encender el motor que hará continuar la intriga, incluso si esa intriga está tan ensombrecida, tan envuelta en un velo de preguntas que apuntan al corazón mismo de su estatus como una representación de lo real. Así que O sangue comienza con brusquedad, luego del sonido –en pantalla negra– de un coche que se detiene, un portazo, pasos: un hombre joven es abofeteado en el rostro. Corte –en un inhóspito contracampo, bajo un interminable camino en la selva– a un hombre mayor, el padre. Luego volvemos al hombre joven: «Qué quieres de mí». El padre levanta su maleta –inserto– y comienza a salir caminando… El comienzo de Juventude em marcha también anuncia, justo de esta forma, su historia inmortal: bolsos que son arrojados desde una ventana, una imagen perfecta –reminiscente, a un nivel surrealista, de las maletas lanzadas al interior de habitaciones a través de ventanas inexistentes, signo de un incesante avance y acercamiento, en La ville des pirates (La ciudad de los piratas , 1984) de Raúl Ruiz– de desarraigo, de seres en constante movimiento desde el instante que comienzan a existir en la imagen.

Es algo bastante distinto de lo que Wenders intentó en sus mejores películas: Alice in den Städten (Alicia en las ciudades, 1974) o Im Lauf der Zeit (En el curso del tiempo, 1976) en los 70, donde la fotografía en blanco y negro de Martin Schafer y Robby Müller desarrollaron algunas de las mismas severas desfiguraciones presentes en O sangue. En Wenders, el truco fue suspender el filme antes de que el problema de la ficción pudiera empezar, hacerlo flotar en el interior de la errancia que existe más allá de las familias, o las identidades o el sexo… Pero en Costa, la ficción parece entregarse a sí misma, emitirse toda al mismo tiempo, instantáneamente, justo desde el comienzo: el resto de la película está compuesta de reverberaciones, de los ecos o murmullos de ese primer golpe o desplazamiento…

Costa utiliza la ficción, le da un cuerpo, pero al mismo tiempo abstrae, vacía ese cuerpo para transformarlo en algo fantasmal, incorpóreo: es una paradoja vibrante, y una rara combinatoria en el cine. Lo que esto significa es que Costa logra momentos de puro cine, pura ficción, pura intriga, mientras puede conservar al mismo tiempo su misterio, su «lado secreto» («No enseñes todos los lados de una cosa», advertía Bresson, consejo que cita Godard).
Vean, por ejemplo, este breve y sublime pasaje que transcurre a los veintidós minutos de comenzada O sangue, compuesto de solo ocho tomas y que dura apenas cincuenta segundos. La acción en la escena, tal como debe haber aparecido en el guion: un hombre sigue en la calle, desde la distancia, a una mujer. Primero la vemos a ella, acompañando a tres niños pequeños que la rodean, el escaso ruido natural de la calle ocupando la pista de sonido; la cámara avanza tras de ella, a la distancia del hombre. Y entonces, cuando cambia la toma, la cámara avanza en frente de él, pero cerca de su cara. Muy clásico, muy Hitchcock, pero con el efecto sorpresivo, casi de shock, de verlo a él en segundo lugar, en lugar de verlo al principio, y haciendo así de la estructura del punto de vista algo ambiguo, pero también algo muy económico y bressoniano, porque la situación completa se expresa en estas dos tomas (de nuevo, es la ficción lo que viene primero, toda al mismo tiempo, pero es lo que sigue lo que realmente importa…). Entonces viene una elipsis desconcertante: todavía el hombre, aún la cámara moviéndose, pero más tarde, quizás horas después –¿quién podría decirlo con certeza?–. Vemos nuevamente a la mujer que entra en el encuadre por la izquierda, caminando a un ritmo distinto al anterior, y ahora sin los niños juguetones; una persona en bicicleta le bloquea el paso, y su campanilla procura uno de los primeros sonidos verdaderamente distintivos de la escena, por encima del murmullo de la calle y el trazo audible de los pasos.

La cámara se acerca a ella (Inês de Medeiros como Clara) cuando se apresta, momentáneamente detenida de pie, a cruzar el camino; ahora es casi una toma de De Palma o de P.T. Anderson, especialmente cuando la mano del hombre (Pedro Hestnes como Vicente) entra al cuadro desde el lado opuesto, por la derecha. La cabeza de ella gira, sonríe; pero la fuerza del gesto del hombre hace que a ella se le caigan los libros al suelo, y ella mira hacia abajo: una pequeña pero poderosa y resonante catástrofe en la escena. Ella se agacha y la cámara sin ostentaciones baja con ella –en un reencuadre languiano–; entonces, hay una toma de él más lenta y con más alma –la cámara siempre un poco más cerca de nosotros que la mujer en esta parte de la película– cuando él la mira a ella, y lentamente se agacha a ayudarla. Un inserto bressoniano de manos: la mano de ella toma la de él, le da vuelta y se revela la herida que sangra (¡incluso en blanco y negro!) a través del vendaje. De vuelta al primer plano de él mientras le dice a ella con cierta tristeza y dramatismo: «Sálvame… Eres la única en la que confío». Entonces vemos un nuevo plano de ella, ahora un primer plano, con el pelo que cae sobre su rostro, sus formas blanqueadas por la luz, una nueva planicie de intensidad en la escena, en el momento en que ella levanta su cabeza para responder a su mirada y encuentra la fuerza de su pregunta-petición.

Pero no llega ninguna otra línea de dialogo; en cambio hay una explosión de música orquestada y melodramática, como un acorde de cuerdas, un solo vibrato que termina repentinamente en un staccato, como en los montajes de Godard de «piezas musicales encontradas». Al final de este plano, la escena queda suspendida de una manera mágica, por una disolvencia-sobreimpresión que parte en el rostro de ella en cámara lenta, volviendo a mirar al suelo nuevamente para realizar su tarea, tal como hubiera ocurrido técnicamente en alguna vieja película B de Hollywood, y termina en las luces desperdigadas en una calle de noche, y en una motocicleta en movimiento. Es una escena que verdaderamente pareciera llevarnos a alguna parte, para anunciarnos un cambio en la acción y en las relaciones de los personajes: pero el misterio y la ambigüedad se hacen cargo de todos sus niveles y puntos.

Este momento en O sangue destaca otro aspecto notable del trabajo de Costa y de su postura respecto a la narración. Todas sus películas tienen una intrigante relación con la gran figura cinematográfica del encuentro. Mucho cine clásico y moderno depende del encuentro: la reunión cargada, que ocurre por primera vez, entre dos personas. El surrealismo bretoniano depende de él, así como también la comedia romántica de Hollywood. La nouvelle vague francesa encuentra su código de espontaneidad en el encuentro. Y muchas grandes películas, desde The Barefoot Contessa (La condesa descalza, Mankiewicz, 1954) hasta Crash (Cronenberg, 1996), se nutren vitalmente de los poderes místicos y transformadores del encuentro.

Sin embargo, en el trabajo de Costa, algo raro ocurre con el encuentro. También se ha extraviado entre escenas, entre tomas, entre eventos. Incluso cuando los personajes parecen encontrarse por primera vez (algo que también es posible ver en Garrel, por ejemplo, en Le vent de la nuit, 1999), de alguna manera sospechamos –pero no de manera lógica o racional, más bien lo sentimos– que los personajes ya deben de haberse encontrado antes, que ya comparten algo con anterioridad. No un romance, no una explosión, sino que algo más fuerte: algo que ata, que obliga alguna conexión moral o ética. Eso es aquello de lo que Ossos (1997) trata realmente: la ligazón que une a un doctor o a un trabajador social con su paciente y, en definitiva, a un padre con su hijo. Casa de lava (1994) también trata del misterio del encuentro, el misterio de la relación humana que, más allá de clases, razas, colores de piel, historia personal y cultural, hay algo que conecta a dos personas, algo serio y difícil de soportar…

II

Desde O sangue hasta Tarrafal, Costa ha desarrollado un notable repertorio de encuadres pictóricos. Fuertes diagonales, líneas en perspectiva que caen descarnadamente, agrupaciones de figuras y formas que definen con audacia cada imagen. Existe una geografía dinámica, una solidez en los ángulos y en las composiciones. Pero para evitar la trampa mortal del pictoralismo de póster meramente estático, Costa concibe sus encuadres en términos de secuencias montadas, de planos y contraplanos: el efecto que produce es verdaderamente eisensteniano. Se detiene justo antes de ser un efecto barroco –del tipo de los que vemos en Ruiz o Welles–, pero la geometría no es menos que alucinatoria para su rigor straubniano-eisensteniano; un constante choque de perspectivas, siempre móviles, tal como Raymond Durgnat describe la colisión de «pedazos» en un rostro, músculo contra hueso, el lado izquierdo contra el derecho, el ojo contra la mejilla, la boca contra la frente… ¿Quién en el cine actual hace un retrato más grandioso del complejo rostro humano que Costa? ¿Y quién podría estar más cercano a esas extraordinarias e hipnóticas caras asimétricas, donde la imperfección abre un completo paisaje de personalidades, experiencias y deseos?

O sangue, siendo la primera de la lista, es una película más barroca que el resto: como todas las primeras películas, intenta aglutinar mucho en muy poco. Va tan lejos en incorporar vistas de ensueño y sonidos de otras películas en la distancia, a través de una niebla que incluso combina unos pocos compases alegres del rock new wave de los ochenta –acordeón más un bajo de sintetizador: es Perfect de The The– para el maravilloso momento de alegría en que los amantes simplemente corren a través de la calle para entrar a un carnaval…

O sangue también dispone el terreno que Costa explorará en sus obras posteriores. Para ponerlo en términos prístinamente cinéfilos: Costa junta la alta tradición artística de Murnau y Dreyer con la más extraña e intensa parte de la supuesta producción «popular» del viejo Hollywood: They Live by Night (Los amantes de la noche, 1948) de Nicholas Ray, que Jonathan Rosenbaum y otros han celebrado por su poesía de la soledad y de la noche (así como por sus amenazantes y malvados criminales) es una influencia importante para O sangue. En esa cadena de alusiones conscientes e inconscientes está ese vínculo crucial entre la alta cultura y los bajos géneros, propio de filmes de ese interregno como The Night of the Hunter (La noche del cazador, 1955) y Los contrabandistas de Moonfleet, películas que se adentran en la confusión del niño que debe enfrentarse al aterrador mundo de los adultos. Tal como los febriles retratos de juventud de Assayas, o las más sofisticadas parábolas de identidad sexual de Akerman, las películas de Costa –especialmente esta primera– relatan el cuento de sujetos mal equipados para ingresar al orden simbólico y que sufren ese tenso pasaje ritual. Es como si todos los personajes de Costa pudieran ser presentados con el mismo intertítulo que usó Nicholas Ray para sus jóvenes desadaptados: «Este joven y esta muchacha nunca fueron presentados con propiedad al mundo en que vivimos»…

Las películas de Pedro Costa son fáciles de querer y difíciles de interpretar. Es probable que sean fáciles de querer porque nos parecen tan difíciles de intepretar. No se nos dan fáciles ni rápido. Su misterio, su sigilo, no es algo inventado ni algo que se haya aplicado en sus películas como un estado de ánimo o una afectación –como ocurre tan a menudo–. Lo que vemos crecer en cada una de sus películas, y también a través de ellas, es una extraña vida interior. Es raro para las películas exhibir una vida interior, algo que no tiene nada –o muy poco– que ver con la psicología interior de los personajes, o con los saltos enigmáticos en un guion.

Las películas que tienen esta cualidad inequívocamente cambian de lugar sus piezas, redistribuyen sus elementos en la mente del espectador a través del tiempo; cada vez que se las vuelve a ver se prolonga y se engrandece este movimiento. Es como si cada unidad cinematográfica –cada plano, cada bloque de sonido, cada gesto, cada paisaje– fuera una pequeña porción enviada desde algún espacio del texto no visto, de gran perspectiva, un espacio que al mismo tiempo es completamente imaginario y fantásticamente concreto. Estas pequeñas porciones, entonces, se juntan, se tocan, se entretejen, creando nuevas lógicas, nuevas conexiones, nuevos bolsillos de mundos. Las dinámicas visuales de Costa sin duda crean la parte más visible de la arquitectura del interior de esta película viva: un nuevo orden surge repentinamente de cada imagen, e incluso al mismo tiempo, se esconde en sus recovecos, tal como si realizara un tipo de labor similar al del ocupado mundo de las termitas.

Rivette –de nuevo– intuía esta construcción compartimentada en Kazan, y Jean-André Fieschi la localizaba en Murnau; hoy tenemos los ricos ejemplos de Víctor Erice, Claire Denis, Hou Hsiao-hsien, Tsai Ming-liang… Pero Pedro Costa, más que cualquiera de estos estupendos cineastas, hace que su fértil poética de las «lógicas de los mundos» (Alain Badiou) se relacione con las zonas más pequeñas, más locales, más inextricables del mundo real en el que habita; no es para él –no todavía por lo menos– ese mundo cosmopolita de alto vuelo y global, propio del estilo de Wong Kar-wai y de mucho del cine contemporáneo de vanguardia. Costa se entrega a un pequeño círculo que es su propia comunidad en Portugal –o se encierra en una habitación en Francia para realizar su película sobre Straub y Huillet– y hace un balance; pero él no es un realista, como otros orgullosos «localistas» como los Dardenne –y acaso L’enfant (El niño, 2005) ¿no es un diálogo a destiempo con Ossos?–. Costa cava en lo profundo del espacio imaginario psíquico que se abre ante sí cuando se enfrenta a ese pequeño territorio familiar, esa calle o ese entorno, tal como hacen Abel Ferrara o Monte Hellman o Garrel; Costa nos lleva –como diría Nicole Brenez– a una profunda anamórfosis: un movimiento de transformación que no deja a nada ni a nadie sin tocar, mientras aún retiene la turbia medialuz propia de la penumbra del mundo.

Adrian Martin, «Pedro Costa o la vida interior de una película» (2007)