Benjamin dijo una vez que la primera experiencia que el niño tiene del mundo no es que «los adultos sean más fuertes, sino su incapacidad para la magia». La afirmación, hecha bajo el efecto de una dosis de veinte miligramos de mezcalina, no es por eso menos exacta. Es probable, de hecho, que la invencible tristeza en la que se precipitan a veces los niños surja precisamente de esa conciencia de no ser capaces de magia. Aquello que podemos alcanzar a través de nuestros méritos y de nuestras fatigas no puede, en efecto, hacernos verdaderamente felices. Solo la magia puede hacerlo. Lo que no se le escapó al genio infantil de Mozart, quien en una carta a Bullinger señala con precisión la secreta solidaridad entre magia y felicidad: «Vivir bien y vivir feliz son dos cosas distintas, y la segunda sin duda no me sucederá sin algo de magia. Por eso debería ocurrir algo en verdad fuera de lo norrnal».

Los niños, como las criaturas de las fábulas, saben perfectamente que para ser felices hace falta predisponer a nuestro favor al genio de la lámpara, tener en casa el burro que caga monedas o la gallina de los huevos de oro. En cada ocasión, conocer el lugar y la fórmula vale más que afanarse honestamente en alcanzar un objetivo. Magia significa precisamente que nadie puede ser digno de la felicidad; que, como sabían los antiguos, la felicidad que corresponde al hombre es siempre hybris, es siempre arrogancia y exceso. Pero si alguien consigue someter la suerte con el engaño; si su felicidad depende no de aquello que él es sino de una nuez encantada o de un ábrete sésamo, entonces y solo entonces puede en verdad llamársele bienaventurado.

Giorgio Agamben, Profanaciones (en traducción de E. Dobry)

 

Hay otra versión de este texto en: aguroruga