Roland Barthes

La muerte de Matisse ha producido un gran movimiento lírico en nuestra buena prensa: a la inversa de Braque, Picasso y Rouault, parece ser que Matisse cantaba «la felicidad de vivir».

Prudentemente purificada de todo contexto social y de todo destino personal, la «felicidad de vivir» no puede ser más que una noción romántica; darle a la naturaleza la apariencia de un ethos general sin preocuparse de la sociedad que la habita es un rasgo de la burguesía y de las clases medias, al menos cada vez que se colocan en una situación burguesa (vacaciones, naturaleza, excursiones, Costa Azul). La proyección de un humor descarnado sobre el cosmos, o la lectura de ese mismo cosmos como un depósito de energías, de euforias o de malestares coagulados, en suma la impregnación de la naturaleza por la psicología esencialista del hombre, es una conducta de secesión antes que de participación, aunque no lo parezca. Recuerda mucho a algunas situaciones propias de los consultorios sentimentales, donde lo absoluto de los estados de ánimo enmascara o pretende paliar (es lo mismo) los fallos flagrantes de la adaptación social. Cantar la «felicidad de vivir» sin postular nunca las condiciones, los límites y los sacrificios de esa felicidad, solamente se puede hacer rechazando, de una manera o de otra, la historia y su combate.

Creo que se trata, además, de una noción contraria a la idea de gran pintura. Es sabido que a la pintura «moral» siempre le falta alguna cosa y que, opuestamente, la mala pintura pone mucha predilección en unificar la naturaleza bajo algún humor general que no guarda relación con las condiciones concretas de la vida: ¡cuántas puestas de sol «serenas» o «triunfantes» en el mercado de mamarrachos! La mala pintura es siempre adjetiva, se contenta con restituir uno de los modos de la vida, no su lógica visual. Además, ese modo no tiene ni siquiera la excusa, en general, de concernir a una vida históricamente precisada; podemos, como máximo, creer que la «felicidad de vivir» tuvo un sentido real en una sociedad «lograda» (aunque parcial) como la de los burgueses holandeses del siglo XVII, y que este sentido se enraizó suficientemente en la historia para motivar una grandísima pintura; la unión del ethos y de la pintura proviene en ese caso de una situación compleja en la que el hombre cívico, el hombre de la historia, es reproducido en su dominación cómoda de la utilidad de las cosas; además, esa felicidad no se expresa necesariamente mediante el triunfo del sol, ni siquiera mediante el célebre fieltro de los interiores: nada más «optimista» que el sombrío invierno de Ruysdael, donde una casa, un puente, un hombre caminando, traen a la memoria el calor de una humanidad que está ahí, haga el tiempo que haga.

Lamentablemente, nada semejante hay en Matisse, al menos, en la leyenda de Matisse, que es la que nos ocupa. De ella la felicidad sale armada con la claridad de los colores y con la redondez de las líneas, como si lo redondo y lo claro poseyesen por naturaleza la ciencia de la felicidad. Puede que estos dos adjetivos correspondan a un psicoanálisis de la euforia. Pero no es del orden de la pintura conducir su conocimiento ni figurar en cierto modo su psicodrama; la pintura no es una terapéutica. De hecho, la «felicidad» esencial de las formas no puede ser más que una verdad de orden decorativo, y, por otra parte, este es, en el fondo, el elogio que nuestros periodistas han querido hacer de Matisse: su pintura es dulce a la mirada, higiénica y alegre como un apartamento moderno o un enclave turístico del sur. La pretensión de resolver el universal malestar humano con la virtud purísima del «trabajo», de la «entereza», de la «alegría» y de la «luz» es una idea del escultismo. «La felicidad de vivir» de Matisse solamente puede ser un equivalente distinguido de «trabajar silbando», un apéndice sublimado del taylorismo.

Pero ¡cuántas «desgracias de vivir» hemos de oponer a esa estética de «vacaciones pagadas en la Riviera»! No digo que todos los pintores deban concebir solamente guernicas. Pero, en cualquier caso, hay que ver de qué leyendas, de qué imposturas su obra puede ser el germen. En el caso de Matisse, lamento que el aspecto decorativo de su pintura y su ethos más soleado que solar hayan podido alimentar el mito calmante de la «felicidad de vivir», tan querido, por extraordinario, por las revistas Match y Réalités, en las que no se suele despertar a los hombres de su sueño prudente.

R. B.

Roland Barthes, «Matisse y la felicidad de vivir», Les lettres nouvelles (1955).