ODISEO: Oíd mis palabras, amigos, aunque padezcáis tantos males, para que os revele los oráculos de Tiresias y de Circe de Eea, los cuales me encargaron reiteradamente que huyese de la isla de Helios, que alegra a los mortales, diciendo que allí nos aguarda el más terrible de los infortunios. Por tanto, encaminad el negro bajel por fuera de la isla.

Así les dije. A todos se les partía el corazón, y Euríloco me respondió enseguida con estas airadas palabras:

EURÍLOCO: Eres cruel, Odiseo, disfrutas de vigor grandísimo, y tus miembros no se cansan, y debes de ser de hierro, ya que no permites a los tuyos, molidos de la fatiga y del sueño, tomar tierra en esa isla azotada por las olas, donde aparejaríamos una agradable cena; sino que les mandas que se alejen y durante la rápida noche anden a la ventura por el sombrío ponto. Por la noche se levantan fuertes vientos, azote de las naves. ¿A dónde iremos para librarnos de una muerte cruel si de súbito viene una borrasca suscitada por el Noto o por el impetuoso Céfiro, que son los primeros en destruir una embarcación hasta contra la voluntad de los soberanos dioses? Obedezcamos ahora a la obscura noche y aparejemos la comida junto a la velera nave; y al amanecer nos embarcaremos nuevamente para lanzarnos al dilatado ponto.

Tales razones profirió Euríloco y los demás compañeros las aprobaron. Conocí entonces que algún dios meditaba causarnos daño y, dirigiéndome a aquel, le dije estas aladas palabras:

ODISEO: ¡Euríloco! Gran fuerza me hacéis porque estoy solo. Mas, ea, prometed todos con firme juramento que si damos con alguna manada de vacas o grey numerosa de ovejas ninguno de vosotros matará, cediendo a funesta locura, ni una vaca tan solo, ni una oveja, sino que comeréis tranquilos los manjares que nos dio la inmortal Circe.

Así les hablé; y enseguida juraron, como se lo mandaba. Apenas hubieron acabado de prestar el juramento, detuvimos la bien construida nave en el hondo puerto; cabe a una fuente de agua dulce; y los compañeros desembarcaron, y luego aparejaron muy hábilmente la comida. Ya satisfecho el deseo de comer y de beber, lloraron, acordándose de los amigos a quienes devoró Escila después de arrebatarlos de la cóncava embarcación; y mientras lloraban les sobrevino dulce sueño. Cuando la noche hubo llegado a su último tercio y ya los astros declinaban, Zeus, que amontona las nubes, suscitó un viento impetuoso y una tempestad deshecha cubrió de nubes la tierra y el ponto, y la noche cayó del cielo.

Apenas se descubrió la hija de la mañana, Eos de rosáceos dedos, pusimos la nave en seguridad, llevándola a una profunda cueva, donde las ninfas tenían asientos y hermosos lugares para las danzas. Acto continuo los reuní a todos en junta y les hablé de esta manera:

ODISEO: ¡Oh amigos! Puesto que hay en la velera nave alimentos y bebida, abstengámonos de tocar esas vacas, a fin de que no nos venga ningún mal, porque tanto las vacas como las pingües ovejas son de un dios terrible, de Helios, que todo lo ve y todo lo oye.

Así les dije, y su ánimo generoso se dejó persuadir. Durante un mes entero sopló incesantemente el Noto, sin que se levantaran otros vientos que el Euro y el Noto: y mientras no les faltó pan y rojo vino, abstuviéronse de tomar las vacas por el deseo de conservar la vida. Pero tan pronto como, agotados todos los víveres de la nave, viéronse obligados a ir errantes tras de alguna presa –peces o aves, cuanto les viniese a las manos–, pescando con corvos anzuelos, porque el hambre les atormentaba el vientre. Yo me interné en la isla con el fin de orar a los dioses y ver si alguno me mostraba el camino para llegar a la patria. Después de que, andando por la isla, estuve lejos de los míos, me lavé las manos en un lugar resguardado del viento, y oré a todos los dioses que habitan el Olimpo, los cuales infundieron en mis párpados dulces sueños. Y en tanto, Euríloco comenzó a hablar con los amigos para darles este nefasto consejo:

EURÍLOCO: Oíd mis palabras, compañeros, aunque padezcáis tantos infortunios. Todas las muertes son odiosas a los infelices mortales, pero ninguna es tan mísera como morir de hambre y cumplir de esta suerte el propio destino. Ea, tomemos las más excelentes de las vacas de Helios y ofrezcamos un sacrificio a los dioses que poseen el anchuroso cielo. Si consiguiésemos volver a Itaca, la patria tierra, erigiríamos un rico templo a Helios, hijo de Hiperión, poniendo en él muchos y preciosos simulacros. Y si, irritado a causa de las vacas de erguidos cuernos, quisiera Helios perder nuestra nave y lo consienten los restantes dioses, prefiero morir de una vez, tragando el agua de las olas, a consumirme con lentitud, en una isla inhabitada.

Así habló Euríloco y aplaudiéronle los demás compañeros. Seguidamente, habiendo echado mano a las más excelentes vacas de Helios, que estaban allí cerca –pues las hermosas vacas de retorcidos cuernos y ancha frente pacían a poca distancia de la nave de azulada proa–, se pusieron a su alrededor y oraron a los dioses, después de arrancar tiernas hojas de una alta encina, porque ya no tenían blanca cebada en la nave de muchos bancos. Terminada la plegaria, degollaron y desollaron las reses; luego cortaron los muslos, los pringaron con gordura por uno y otro lado y los cubrieron de trozos de carne; y como carecían de vino que pudiesen verter en el fuego sacro, hicieron libaciones con agua mientras asaban los intestinos.

Quemados los muslos, probaron las entrañas; y dividiendo lo restante en pedazos muy pequeños, lo espetaron en los asadores. Entonces huyó de mis párpados el dulce sueño y emprendí el regreso a la velera nave y a la orilla del mar. Al acercarme al corvo bajel, llegó hasta mí el suave olor de la grasa quemada y, dando un suspiro, clamé de este modo a los inmortales dioses:

ODISEO: ¡Padre Zeus, bienaventurados y sempiternos dioses! Para mi daño, sin duda, me adormecisteis con el cruel sueño, y mientras tanto los compañeros, quedándose aquí, han consumado un gran delito.

Lampetia, la del ancho peplo, fue como mensajera veloz a decirle a Helios, hijo de Hiperión, que habíamos dado muerte a sus vacas. Inmediatamente Helios, con el corazón airado, habló de esta guisa a los inmortales:

HELIOS: ¡Padre Zeus, bienaventurados y sempiternos dioses! Castigad a los compañeros de Odiseo Laertíada, pues, ensoberbeciéndose, han matado mis vacas; y yo me holgaba de verlas así al subir al estrellado cielo, como al volver nuevamente del cielo a la tierra. Que si no se me diere la condigna compensación por estas vacas, descenderé a la morada de Hades y alumbraré a los muertos.

Y Zeus, que amontona las nubes, le respondió diciendo:

ZEUS: ¡Oh Helios! Sigue alumbrando a los inmortales y a los mortales hombres que viven en la fértil tierra; pues yo despediré el ardiente rayo contra su velera nave, y la haré pedazos en el vinoso ponto.

Esto me lo refirió Calipso, la de hermosa cabellera, y afirmaba que se lo había oído contar a Hermes, el mensajero. Luego que hube llegado a la nave y al mar, reprendí a mis compañeros –acercándome ora a este, ora a aquel–, mas no pudimos hallar remedio alguno, porque ya las vacas estaban muertas. Pronto los dioses les mostraron varios prodigios: los cueros serpeaban, las carnes asadas y las crudas mugían en los asadores, y dejábanse oír voces como de vacas.

Por seis días mis fieles compañeros celebraron festines, para los cuales echaban mano a las mejores vacas de Helios, mas, así que Zeus Cronión nos trajo el séptimo día, cesó la violencia del vendaval que causaba la tempestad y nos embarcamos, lanzando la nave al vasto ponto después de izar el mástil y de descoger las blancas velas. Cuando hubimos dejado atrás aquella isla y ya no se divisaba tierra alguna, sino tan solamente cielo y mar, Zeus colocó por cima de la cóncava nave una parda nube debajo de la cual se obscureció el ponto. No anduvo la embarcación largo rato, pues sopló enseguida el estridente Céfiro y, desencadenándose, produjo gran tempestad: un torbellino rompió los dos cables del mástil, que se vino hacia atrás, y todos los aparejos se juntaron en la sentina. El mástil, al caer en la popa, hirió la cabeza del piloto aplastándole todos los huesos; cayó el piloto desde el tablado, como salta un buzo, y su alma generosa se separó de los huesos. Zeus despidió un trueno y al propio tiempo arrojó un rayo en nuestra nave; esta se estremeció, al ser herida por el rayo de Zeus, llenándose del olor del azufre, y mis hombres cayeron en el agua. Llevábalos el oleaje alrededor del negro bajel como cornejas, y un dios les privó de la vuelta a la patria.

Seguí andando por la nave, hasta que el ímpetu del mar separó a los flancos de la quilla, la cual flotó sola en el agua; y el mástil se rompió en su unión con ella. Sobre el mástil hallábase una soga hecha de cuero de buey; até con ella mástil y quilla y, sentándome en ambos, me dejé llevar por los perniciosos vientos.

Pronto cesó el soplo violento del Céfiro, que causaba la tempestad, y de repente sobrevino el Noto, el cual me afligió el ánimo con llevarme de nuevo hacia la perniciosa Caribdis. Toda la noche anduve a merced de las olas, y al salir el sol llegue al escollo de Escila y a la horrenda Caribdis, que estaba sorbiendo la salobre agua del mar; pero yo me lancé al alto cabrahigo y me agarré como un murciélago, sin que pudiera afirmar los pies en parte alguna ni tampoco encaramarme en el árbol, porque estaban lejos las raíces y a gran altura los largos y gruesos ramos que daban sombra a Caribdis.

Me mantuve, pues, reciamente asido, esperando que Caribdis devolviera el mástil y la quilla; y estos aparecieron por fin, cumpliéndose mi deseo. A la hora en que el juez se levanta en el ágora, después de haber fallado muchas causas de jóvenes litigantes, dejáronse ver los maderos fuera ya de Caribdis. Soltéme de pies y manos y caí con gran estrépito en medio del agua, junto a los larguísimos maderos; y, sentándome encima, me puse a remar con los brazos. Y no permitió el padre de los hombres y de los dioses que Escila me viese, pues no me hubiera librado de una terrible muerte. Desde aquel lugar fui errante nueve días y en la noche del décimo lleváronme los dioses a la isla Ogigia, donde vive Calipso, la de lindas trenzas, deidad poderosa, dotada de voz; la cual me acogió amistosamente y tuvo gran cuenta conmigo. Mas, ¿a qué contar el resto? Os lo referí ayer en esta casa a ti y a tu ilustre esposa, y me es enojoso repetir lo que queda explicado claramente.