La alumna guapa, las copas, el ridículo profesor… Total: Wilson Picket, «incluso más fuerte que [Jules] Michelet. Es la misma intensidad»:

La muerte de Robespierre, por Jules Michelet

De cinco a seis tuvo lugar, en el lúgubre y lento paseo de las carretas, por la angosta calle de Saint-Denis, por la calle de la Ferronnerie y por toda la calle Saint-Honoré, la horrible exhibición.
Horrible por diversos conceptos. Era muertos y agonizantes, miserables cuerpos sangrantes que se entregaban al júbilo de la multitud. Para hacerlos tener en pie, se habían atado con cuerdas a los barrotes de las carretas sus piernas, sus brazos, sus troncos y sus cabezas vacilantes. Los baches del rudo pavimento de París debían de destrozarlos a cada paso.
Con la cabeza envuelta en un trapo sucio manchado de sangre negra, que le sostenía la mandíbula desprendida, en esa horrible situación en que ningún vencido estuvo jamás, cargando el terrible peso de la maldición de un pueblo, Robespierre conservaba su actitud rígida, su compostura firme, su mirada seca y fija. Su inteligencia se ocupaba por entero en planear sobre la situación y en despejar sin sombra de duda lo que había de cierto y de falso en los furores que lo perseguían.
La marejada de la reacción subía tan veloz y tan fuerte que los Comités creyeron deber triplicar los puestos en las prisiones. A todo el paso de los condenados se apretujaban pretendidos parientes de las víctimas del Terror, para abuchear a Robespierre y representar en aquella triste pompa el coro de la venganza antigua. Aquella falsa tragedia alrededor de la verdadera, aquel concierto de gritos calculados, de furores premeditados, fue la primera escena del Terror blanco.
Lo horrible eran las ventanas alquiladas a cualquier costo. Figuras desconocidas, que desde hacía largo tiempo se ocultaban habían salido al sol. Un mundo de ricos, de muchachas, se mostraba en aquellos balcones. Con el favor de esa reacción violenta de sensibilidad pública, su furia feroz se atrevía a manifestarse. Las mujeres sobre todo ofrecían un espectáculo intolerable. Impúdicas, semidesnudas con el pretexto del mes de jubo, con el cuello cargado de flores, reclinadas en terciopelos, inclinando medio cuerpo hacia la calle SaintHonoré y con los hombres detrás, gritaban con voz aguda: «¡Mueran! ¡A la guillotina!». Aquel día volvieron a las grandes galas y, por la noche, cenaron. Nadie se preocupaba ya. De Sade salió de prisión el 10 termidor.
Los gendarmes del cadalso que la víspera, en el barrio, a las órdenes de Henriot dispersaban a golpes de sable a los que gritaban «¡Gracia!», ahora hacían la corte al nuevo poder y con la punta del sable bajo el mentón de los condenados los mostraban a los curiosos: «¡Este es el famoso Couthon! ¡Este es Robespierre!».
No se les perdonó nada. Cuando llegaron a la Asunción, frente a la casa Duplay, los actores representaron una escena. Las furias danzaron rondas. Un niño estaba allí a propósito, con un cubo de sangre de res; con una escoba, lanzó gotas contra la casa. Robespierre cerró los ojos.
Por la noche, aquellas mismas bacantes corrieron a Sainte-Pélagie, donde estaba la madre Duplay, gritando que ellas eran las viudas de las víctimas de Robespierre. Hicieron abrir las puertas a los carceleros aterrados, estrangularon a la anciana y la colgaron a la barra de sus cortinas.
Robespierre había bebido todo el acíbar del mundo. Al fin llegó a su destino, a la plaza de la Revolución. Subió con paso firme las gradas del cadalso. Como él, todos se mostraron serenos, apoyados en su intención, en su ardiente patriotismo y en su sinceridad. Largo tiempo atrás, Saint-Just había abrazado la muerte y el porvenir. Murió digna, grave y simplemente. Francia nunca se consolará de esa esperanza; este era grande con una grandeza propia, no debía nada a la fortuna y, aun solo, habría sido lo suficientemente fuerte para hacer temblar a la espada ante la Ley.
¿Es preciso contar algo infame? Un criado de la guillotina (¿era el mismo que abofeteó a Charlotte Corday?), viendo en la plaza aquella furia, aquel comportamiento de venganza contra Robespierre, arrancó bruscamente la venda que sostenía su pobre mandíbula rota… Robespierre lanzó un rugido… Por un momento se le vio pálido, horrible, con la boca muy abierta y los dientes rotos que caían. Luego se oyó un golpe sordo… Aquel gran hombre había dejado de existir.
Veintiún ajusticiados era poco para la multitud. Tenía sed y necesitaba sangre. Al día siguiente se le regaló toda la sangre de la Comuna: ¡setenta cabezas a la vez! Y como postre del banquete, doce cabezas al tercer día.
Señalemos que, entre aquellas cien personas, había la mitad perfectamente ajenas a Robespierre, las que sólo de nombre habían figurado en la Comuna.
Respiremos, desviemos la mirada. «A cada día le basta con su pena.» No hay por qué contar aquí lo que ocurrió después, la ciega reacción que arrastró a la Asamblea y de la cual apenas se recuperó en Vendimiario. El horror y el ridículo luchan allí con igual fuerza. La estupidez de Lecointre, la furia inepta de Fréron, la perfidia mercenaria de los Tallien alentaron a los más cobardes y dio principio a una execrable comedia de asesinatos lucrativos en nombre de la humanidad, con la venganza de los hombres sensibles asesinando a los patriotas y continuando su obra, la adquisición de los bienes nacionales. La banda negra lloraba a mares a los familiares que nunca tuvo, degollaba a sus competidores y sorprendía los decretos para comprar a puerta cerrada.