Hace unos meses le preguntaron a Flaiano: «¿Cuál imagina que será el juicio crítico sobre Ennio Flaiano en una enciclopedia del año 2050?». Flaiano formuló inmediatamente la pequeña, pequeñísima voz de la futura enciclopedia: «Periodista y guionista, autor también de una novela, Tempo di morire. Escritor menor, satírico de la Italia del Bíenestar». Preveía incluso la cita inexacta, Tempo di morire en lugar de Tempo d'uccidere: «concedamos a esta hipotética enciclopedia una cita inexacta».

Ahora que ha muerto podemos decir que también puede ocurrir que en el 2050 ya no existan enciclopedias, ni libros nuevos o viejos; pero si todavía existen las enciclopedias y los libros siguen teniendo un lugar y un sentido en la vida de los hombres, la voz Flaiano será algo más larga de cuanto él la imaginaba e incluso un poco más que la de algunos otros, que imaginan larga, exhaustiva y puntual la propia. «Escritor menor», decía. Pero ¿quién no es menor? y «escritor satírico de la Italia del Bienestar»: de acuerdo. Pero tal como Brancati lo ha sido de la Italia fascista y de la inmediata posguerra. Y si creemos que los hombres sobrevivirán en la razón, es decir, que la reconquistarán, de la mirada de estos dos escritores satíricos es de donde obtendrán el más exacto testimonio de nuestros años. Es verdad que Brancati descendía de Gogol y Flaiano de Longanesi. Pero en las cosas de Flaiano hay algo más –conciencia de sí, melancolía, piedad– que en las de Longanesi. Longanesi era el «diseur de bons mots» acompañado, según dicen los franceses y reafirma Freud en su ensayo sobre los chistes, de un «mauvais caractère» (y como ejemplo de ello queda la frase «Nos están destruyendo los originales de las fotografías Alinari», cuando los bombarderos americanos se precipitaban masivamente sobre las ciudades italianas). Flaiano no era un «mauvais caractère». Y, por otra parte, no se divertía tanto con sus propias ocurrencias. Habría preferido vivir en un mundo que no se las permitiera. Mientras que es difícil imaginar un Longanesi que esperase un mundo racional, desprovisto del absurdo y del ridículo (y, en efecto, el final del fascismo le dejó desilusionado y molesto), es fácil creer a Flaiano cuando dice que para sí mismo y para todos espera «que los hombres sustituyan las palabras, que literalmente los enloquecen, por el razonamiento».

Lamento no haberle conocido. Teníamos, no obstante, un gran amigo común, Maccari, en cuyo estudio de via del Leoncino siempre estábamos a un paso de coincidir. «Ha estado Flaiano», me decía a veces Maccari; o bien: «Flaiano vendrá esta tarde», cuando yo aquella tarde tenía que irme. Hace diez días, al encontrarme con Maccari en Mazzaró, le dije inmediatamente que había confiado en que viniera con Flaiano. «Está en una de las Américas, no recuerdo cuál», me contestó Maccari. Tal vez bromeaba, tal vez Flaiano había ido realmente a una de las Américas.

Cuán difícil resulta en nuestro país encontrar a las personas que realmente se aprecia y se admira; y cuán fácil, hasta la exasperación, encontrar en cambio a las que nos disgustan profundamente. «Un enorme monstruo de aburrimiento»: es una de las últimas ocurrencias de Flaiano sobre Italia.

Leonardo Sciascia, 1972

 

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