Paz

OCTAVIO PAZ

Durante la última semana las páginas y las secciones culturales de nuestros diarios y revistas rebosaron, por decirlo así, con las efervescentes declaraciones de los participantes en un encuentro de escritores más notable por sus ausencias que por sus presencias. Estos mismos días, en páginas interiores, casi de una manera vergonzante, salvo en un caso o dos, se anunció al público mexicano que a un compatriota nuestro, el arquitecto Luis Barragán, se le había otorgado el Premio Pritzker de Arquitectura. Este premio es una consagración mundial pues es el equivalente del Premio Nobel. Luis Barragán es el primer mexicano que obtiene una distinción internacional de esta importancia.

¿Cómo explicar la reserva, rayana en la indiferencia, con que han recibido esta noticia los mundos y mundillos culturales de México, para no hablar del increíble silencio del Instituto Nacional de Bellas Artes? Esta actitud se debe, probablemente, a la influencia de la ideología y la política. Barragán es un artista silencioso y solitario, que ha vivido lejos de los bandos ideológicos y de la superstición del «arte comprometido». Lección moral y estética sobre la que deberían reflexionar los artistas y los escritores: las obras quedan, las declaraciones se desvanecen, son humo. Las ideologías van y vienen pero los poemas, los templos, las sonatas y las novelas permanecen. Reducir el arte a la actualidad ideológica y política es condenarlo a la vida precaria de las moscas y los moscardones. El arte de Barragán es moderno pero no es modernista, es universal pero no es un reflejo de Nueva York o de Milán. Barragán ha construido casas y edificios que nos seducen por sus proporciones nobles y por su geometría serena; no menos hermosa –y más benéfica socialmente– es su «arquitectura exterior», como él llama a las calles, muros, plazas, fuentes y jardines que ha trazado. La función social de estos conjuntos no está reñida con su finalidad espiritual. Los hombres modernos vivimos aislados y necesitamos reconstruir nuestra comunidad, rehacer los lazos que nos unen a nuestros semejantes; al mismo tiempo, debemos recobrar el viejo arte de saber quedarnos solos, el arte del recogimiento. Las plazas y arboledas de Barragán responden a esta doble necesidad: son lugares de encuentro y son sitios de apartamiento.

Barragán dijo una vez que su arquitectura estaba inspirada por dos palabras: la palabra magia y la palabra sorpresa. Y agregó: «se trata de encontrar sorpresas al caminar por cualquier calle y al llegar a cualquier plaza». Las raíces de su arte son tradicionales y populares. Su modelo no es ni el palacio ni el rascacielos. Su arquitectura viene de los pueblos mexicanos, con sus calles limitadas por altos muros que desembocan en plazas con fuentes. En la arquitectura popular mexicana se funde la tradición india precolombina con la tradición mediterránea. Las formas son cúbicas, los materiales son los que se encuentran en la localidad y los muros están pintados con vivos colores –rojos, ocres, azules– a diferencia de los pueblos mediterráneos y moriscos que son blancos.

El arte de Barragán es un ejemplo del uso inteligente de nuestra tradición popular. Algo semejante han hecho algunos poetas, novelistas y pintores contemporáneos. Nuestros políticos y educadores deberían inspirarse en ellos: nuestra incipiente democracia debe y puede alimentarse de las formas de convivencia y solidaridad vivas todavía en nuestro pueblo. Estas formas son un legado político y moral que debemos actualizar y adaptar a las condiciones de la vida moderna. Para ser modernos de verdad tenemos antes que reconciliarnos con nuestra tradición.

Octavio Paz, Vuelta (1980)